martes, 7 de septiembre de 2010

La chica que me ayuda

quien no fue mujer, ni trabajador,
piensa que el ayer fue un tiempo mejor
María Elena Walsh – “Orquesta de Señoritas

Como a una sirvienta paraguaya

-Te juro: antes de que se me vaya la empleada, prefiero que me abandone mi marido.

Lo dice Paula, la mujer de mi amigo Ernesto. No me lo dice a mí, se lo dice a mi mujer, quien –para mi sorpresa y preocupación- asiente con la cabeza. Yo converso con Ernesto de política –porque es impropio de varones adultos e informados andar hablando de esas cosas-, pero escucho de costado porque me interesa.

-A mí me alcanza con que venga a la mañana, porque Enrique puede estar a la tarde para cuidar a la nena.

Yo sigo hablando de Cosas Muy Importantes; pero, al escuchar mi nombre, paro la oreja porque ahora el asunto afecta mis derechos personalísimos.

-¿La necesitás sólo para que cuide a la nena? –se informa Paula.

-Bueno, también quiero que me ayude con la casa.

Mi casa no es una casa, sino más bien un departamento y bastante chico, pero Ernesto me cambia ahora de tema y se pasa a la historia. Empieza a desmenuzar las causas que –a su juicio- hicieron que el Imperio Alemán perdiera la primera guerra mundial. Me gusta la conversación de Ernesto, pero presumo que a mi lado se están decidiendo aspectos decisivos de mi fututo cercano. Trato de escuchar.

-Que esté cuando vos estás, así controlás un poco, ves cómo trata a la nena, te fijás que no use todo el día el teléfono.

Esas palabras me intranquilizan ligeramente. “Que esté cuando vos estás” me prefigura un destino de niñero vespertino. A veces trato de ser o parecer un padre ejemplar. Cuido a mi hija, la llevo al pediatra, le doy la mamadera, cocino. No obstante, quisiera tener algunas horas de tranquilidad a la tarde, para trabajar o para escribir papeles como éste. Mi mujer se toma muy en serio eso de la igualdad de los géneros. Para mí, el género es una tela.

-Y tené cuidado, porque a mí, la última, me robó.

Absorto como estoy en seguir dos conversaciones diferentes, no advierto que ya es la hora de cenar. Mi mujer me pregunta:

-¿Vas a cocinar algo o pedimos unas pizzas?

La decisión es fácil. Rápidamente opto por las pizzas.

-¡Ja! –mi mujer sonríe con suficiencia- Hoy dijiste que ibas a cocinar. Me engañaste como a una sirvienta paraguaya.

Ahora, que las mujeres trabajan.

Un millón de veces he escuchado frases que empiezan con “ahora, que las mujeres trabajan…”. La frase se puede completar de cualquier modo, a veces para criticar el presente, a veces para vindicarlo; pero siempre se parte de la premisa de que ahora las mujeres trabajan y antes no. ¿Desde cuándo trabajan las mujeres?

Me acuerdo de esa zamba hermosa que dice “veo a mi tata, contento y feliz / pitando un chala y meta matiar / Mientras mi mama, déle trajinar...” y se me hace que las mujeres trabajan desde hace mucho mucho tiempo.

Alguno me dirá que lo que cambió es que ahora las mujeres trabajan fuera del hogar. Puede ser, pero –que yo sepa- ya en la antigüedad remota había esclavas y sirvientas. Además, la idea misma de hogar hace alusión al trabajo de las mujeres. Según dicen los que saben, un buen día los seres humanos descubrieron algo que ignoraban y que no tenían por qué suponer: que había una relación entre el sexo y la procreación, una relación de causa-efecto, digamos. Ese descubrimiento –que habrá sido toda una desilusión, supongo- generó la primera y más primitiva división sexual del trabajo. El varón sale a cazar, la mujer se encarga de que no se apague el fuego. Después vinieron la cultura y Aristóteles a naturalizar esa distinción y a deducir de ella consecuencias enormes y duraderas.

Han pasado ya muchos siglos desde aquel descubrimiento y –en el último siglo especialmente- algunas cosas cambiaron en forma significativa. En la Argentina las mujeres votan (1951), pueden comprar y vender aunque estén casadas (1968) y comparten con los padres varones la autoridad sobre sus hijos (1985 [1]). Todas estas cosas nos resultan ahora naturales y las juzgamos eternas, pero nuestras madres y abuelas no las vivieron.

Las mujeres pueden también trabajar, como lo hicieron siempre.

La regulación legal del trabajo de mujeres.

Toda forma de conocimiento construye y constituye un discurso, que a veces converge con otros y a veces no. El discurso del feminismo y el del derecho laboral no suelen cruzarse y empalmarse. No hay mucha mirada de género en nuestra disciplina, que sigue mirando a las mujeres con ojos patriarcales.

Sólo así se explica que –salvo algunas notables excepciones- a nadie le asombre demasiado que en la ley de contrato de trabajo siga existiendo un título entero llamado “trabajo de mujeres”, que en realidad sólo protege un determinado rol de las mujeres: sus funciones de madre y esposa.

A nadie le causa mayormente ninguna incomodidad que la protección del matrimonio este normada en esa sección del “trabajo de mujeres”, como si las mujeres se casaran entre ellas, y todavía muchos resisten la idea de que la protección de la paternidad también es algo que merece receptarse en términos de equiparación.

Nunca escuché quejas en nuestra disciplina por la existencia de un artículo como el 174 de la LCT, que establece para las mujeres un descanso obligatorio de dos horas al mediodía (que nadie cumple ni hace cumplir), aun cuando es evidente que el único fundamento de ello es permitir que la mujer vuelva a su casa para cocinar; lo cual, en definitiva, protege más al marido que a la mujer trabajadora.

Así las cosas, no es raro -y hasta resulta sintomático- que el fallo más importante en materia de discriminación laboral de las mujeres (“Fundación Mujeres por la Igualdad c/ Heladerías Freddo”) haya sido dictado en el fuero civil, bien lejos de laboralistas y laboralistos.

¿En qué trabajan las mujeres?

Cierta iconografía feminista nos ha habituado a ver en la mujer con un alto puesto ejecutivo en una multinacional el paradigma de la moderna mujer trabajadora. Las estadísticas lo desmienten.
Si utilizamos la clasificación de actividades económicas usual en los sistemas estadísticos oficiales [2], observamos que más de la mitad de las mujeres que trabajan por un sueldo lo hacen cocinando y sirviendo la mesa (Hoteles y restaurantes), enseñando (Enseñanza), cuidando personas (Servicios sociales y de salud) y haciendo la limpieza (Servicio doméstico). En otras palabras, hacen fuera de su casa las mismas tareas que tradicionalmente hacían en su casa [3].

De todas estas actividades hay una –por supuesto- que es la actividad femenina por excelencia. La mayoría de las mujeres que trabajan fuera de su casa lo hacen en una casa ajena.

El servicio doméstico concentra el mayor índice de presencia femenina (97,6% [4]) y el mayor porcentaje de trabajadoras con respecto al total de trabajadoras de todas las actividades (23,25 % del total de mujeres trabajadoras).

En otras palabras –o más bien otros números- de 3.918.000 mujeres que trabajan, 991.000 son empleadas domésticas. Más o menos una de cada cuatro.

Si la cuarta parte de las mujeres trabajadoras son empleadas domésticas, debemos concluir que no se puede –como hacen los programas de estudio y los manuales de derecho laboral- separar ambos temas. Cuando hablamos de trabajo de mujeres, hablamos –sobre todo- de servicio doméstico. Cuando hablamos de servicio doméstico, hablamos –exclusivamente- de trabajo de mujeres.

Los nombres de las cosas.

Sabemos -gracias a Borges y al Cratilo- que los nombres prefiguran y contienen lo nombrado y, por eso, el uso de sinónimos siempre implica alguna falsedad. Los obreros son obreros; los trabajadores son trabajadores; los empleados, empleados.

Algo raro pasa, sin embargo, con la manera de nombrar a las empleadas domésticas. Nadie usa ya –gracias a Dios- el horrible y ominoso sirvienta, aunque he escuchado llamarlas la paraguaya, en forma despectiva. La muchacha está reservado a señoras del estilo de Mirtha Legrand. Mucama, también está en desuso y acaso se ha transformado –en su forma diminutiva- en una palabra de uso exclusivamente erótico.

Hay también formas más raras y eufemísticas de nombrarlas. Hace algunos años, en Misiones, cuando alguien necesitaba una empleada doméstica ponía un cartel en la puerta de su casa con la leyenda “se necesita secretaria”. Giovani Guareschi, en su hermosísima novela “Vida en Familia”, la llama la colaboradora familiar.

El nombre que se ha impuesto con más fuerza es el de empleada doméstica y por eso es el que uso en este artículo. Sin embargo, es fácil observar que también este nombre genera alguna incomodidad cuya causa se me escapa. En el habla coloquial, es visible que la mayoría de las personas prefieren evitarlo y usan para ello giros de lo más complicados: la señora de la limpieza, la mujer que me viene a ordenar la casa y, sobre todo, la chica que me ayuda.

No sé a qué se debe esa incomodidad, ese uso y abuso de eufemismos, pero supongo que tiene algo que ver con el pudor. Lo que sí sé es que esos eufemismos, sobre todo el más popular (“la chica que me ayuda”), encierran cierta falsedad. La chica que me ayuda suena a una amiga que viene a visitarme de tanto en tanto y que me da una mano mientras se toma unos mates. No parece el nombre más claro para referirse a una trabajadora.

Abril.

Era en el mes de abril y en el barrio privado “abril”, el que queda cerca de la rotonda de alpargatas. Recién se había reglamentado en la Provincia la libreta de trabajo del servicio doméstico y queríamos estrenar la novedad con inspecciones y control, pero también con difusión y servicios.

La idea había sido mía y la creía muy buena. Íbamos a ir a los barrios cerrados con inspectores para controlar el registro de las empleadas domésticas y también íbamos a instalar una oficina móvil (un camión acondicionado al efecto) con computadoras, internet y cámara de fotos digital. Si la gente quería, ahí mismo le registrábamos la empleada, le dábamos la libreta y se salvaba de la multa. Era buena la idea, no me digan que no, y yo tenía muchísimas expectativas. Me imaginaba cinco cuadras de cola de empleadas domésticas en busca de su libreta.

Nos costó entrar, porque en la entrada nos dieron mil y una vueltas y, recién después de una hora, un gerente nos franqueó el acceso luego de que yo jurase por mi honor que no íbamos a sacar fotos de nada.

Yo nunca había entrado a un barrio privado y cuando pasé el portón de ingreso no pude evitar abrir la boca asombrado ante tanta tranquilidad y hermosura. No me imaginaba que en el corazón de Berazategui existiesen lugares como ése, fuera del mundo.

El resultado del operativo fue decepcionante. Las empleadas domésticas estaban todas en negro y a nadie le interesó mucho la oferta de blanquearlas ahí mismo. A la oficina móvil apenas si se acercaron tres o cuatro. Yo estaba desconcertado. No entendía –y en algún punto sigo sin entender después de mucho tiempo- cómo podía fallar tan rotundamente una idea que creía buena.

Para sacarme la decepción me fui a tomar un café al club jáus. Me acompañó el gerente que nos había habilitado el ingreso y que me seguía a todas partes preocupado porque no sacara fotos.

Empecé a cuestionar algunas ideas que tenía. Siempre pensé –y sigo pensando- que el fenómeno del trabajo en negro se explica fundamentalmente por una simple cuestión económica: el empleador que tiene a sus trabajadores en negro abarata alrededor de un 25% su costo laboral; pero esa explicación no sirve para el caso del servicio doméstico. La contribución patronal al sistema de seguridad social es, en este caso, baratísima: 35 pesos para una empleada a tiempo completo, una bicoca.

Supongamos que se trata de un empleador generoso, que –además de la contribución patronal- se hace cargo del aporte que debe hacer la empleada. Sigue siendo barato: $ 81,75 (en la época que estoy contando era $ 55). Según me dijo el gerente seguidor, en ese barrio los propietarios pagaban entre $ 500 y $ 2.500 de expensas, según la casa. ¿Cómo se explica que alguien pague esa plata de expensas y no sea capaz de pagar $ 35 (que se pueden descontar del impuesto a las ganancias) para que su empleada, la que le cuida los hijos, la que le hace de comer, tenga obra social y se pueda jubilar? Han pasado los años y todavía no encuentro la respuesta a esa pregunta.

Tampoco la ignorancia del sistema es una explicación convincente, porque desde hace ya tiempo el gobierno nos bombardea con propagandas en la televisión sobre las ventajas de blanquear a las empleadas domésticas y nadie puede quejarse tampoco de que haya que hacer trámites difíciles y engorrosos: no hay que inscribirse en ningún lado, se llena un formulario que se baja de internet y se paga en cualquier pago fácil. Mucho más sencillo que pagar la luz o el celular.

En el caso del servicio doméstico, el trabajo en negro no se explica por los costos, ni por la falta de información, ni por la burocracia. No conozco la razón por la que sucede en la magnitud descomunal en que sucede, pero sospecho que hay también algún componente psicológico, inconciente. Poner en blanco a la empleada significa reconocerle su lugar de trabajadora con derechos. Significa que ya no tiene que estar agradecida por las cosas que le doy, porque no se las doy de bueno, sino porque es mi obligación. Significa pasar de la cultura de la dádiva generosa, a la de los derechos.

Sorbía mi café, apesadumbrado, mientras rumiaba estas cavilaciones, cuando el gerente seguidor me contó una anécdota que me alegró la mañana. Días atrás había habido una reunión de padres del colegio ubicado dentro del barrio privado. Muchas madres expresaron allí su preocupación porque –pese a que el colegio dicta las clases en inglés y castellano- sus hijos aprendían primero algunas palabras en guaraní.

La cruda realidad.

La mayoría de las empleadas domésticas son pobres (71%) y, en muchos casos, migrantes (41,3 %). Sus sueldos son bajísimos. Cobran en promedio un 34% de lo que cobran las demás mujeres trabajadoras (y un 30,6% del salario promedio de los trabajadores varones). Esta enorme brecha salarial se explica -en parte- porque el 46% de las empleadas domésticas cobra un sueldo menor al mínimo que prevén las leyes para el sector.

El 94,5% de las empleadas domésticas (casi todas) trabaja en negro. Es la actividad económica que presenta el mayor porcentaje y la mayor cantidad de relaciones laborales en negro. Sobre un total de 1.980.000 mujeres que trabajan en negro, 991.000 son empleadas domésticas (prácticamente la mitad). Sobre un total de 4.075.000 trabajadores en negro que hay en el país –varones y mujeres- 991.000 trabajan en el servicio doméstico. Más o menos uno de cada cuatro [5].

Parecería que –en materia de servicio doméstico- nadie cumple la ley.

Pero, en realidad, ¿hay ley?

La ley es tela de araña.

Para la mayoría de las empleadas domésticas no hay ninguna ley de ninguna especie. Hay un estatuto, claro, que dictó Aramburu (y que refrendaron el almirante Rojas –vicedictador- y los ministros de Ejército, Marina y Aeronáutica) en uso de su poder legislativo usurpado.

Pero ese mismo estatuto excluye de sus disposiciones a las empleadas domésticas que trabajen menos de cuatro horas por día o cuatro días por semana, lo que significa en la realidad que el 52,8% de las empleadas domésticas está fuera de esa regulación.

La mayoría de la doctrina y la jurisprudencia ha deducido de ello que esas empleadas no tienen ningún derecho a reclamar nada de sus patrones [6]. Para estas trabajadoras, aquella frase de la Constitución que dice “el trabajo en todas sus formas gozará de la protección de las leyes”, es más bien un mal chiste.

¿Y las que sí entran en el estatuto? No están mucho mejor tampoco.

El estatuto no es especialmente generoso. Los derechos que concede a las empleadas domésticas caben en un solo artículo y parecen una broma de mal gusto. Las empleadas tienen derecho a dormir nueve horas seguidas a la noche (siempre que el patrón no necesite algo con urgencia), a tomarse algunos días de vacaciones, a salir del trabajo una hora por semana para ir a la iglesia, a no trabajar un día por semana –o dos medios días- (teniendo en consideración las necesidades del patrón), a faltar si se enferman (hasta treinta días), a cobrar aguinaldo y a comer. Eso es todo.

Para despedirlas, alcanza con avisarles cinco o diez días antes y, si es durante el primer año de trabajo, no hay que pagarles nada. Si ya tienen más de un año de antigüedad, les corresponde una indemnización que es menos de la mitad que la que les corresponde a los demás trabajadores.

En cambio, su jornada no tiene límite alguno, no tienen cobertura por accidentes de trabajo [7], no cobran asignaciones familiares ni prestación por desempleo y carecen de todos los derechos que se les reconocen al resto de los trabajadores, entre ellos, el más necesario y cuya omisión resulta increíble: no tienen derecho a licencia por maternidad.

-¿Qué? –me pregunta azorada Pamela, la chica que me ayuda- ¿Usted me quiere decir que si quedo embarazada no me corresponde licencia?

Exactamente. Mientras los profesores de derecho laboral nos llenamos la boca hablando de la protección de la maternidad, la cuarta parte de las mujeres que trabajan no tiene derecho a la licencia si quedan embarazadas.

Y, ¿por qué?

Las empleadas domésticas están expresamente excluidas de la aplicación de la ley de contrato de trabajo (y de todas o casi todas las regulaciones laborales generales) y sólo algunas (menos de la mitad) tienen su mezquino estatuto especial [8].

Se suele justificar esto en dos razones. La primera, que el trabajo doméstico no es motivo de lucro para el empleador. La segunda, que las tareas domésticas se desarrollan en la intimidad del hogar.

Ambos argumentos son fácilmente refutables con datos de la realidad. Hay trabajadores cuyas tareas no significan lucro para el empleador (los trabajadores de asociaciones benéficas, por ejemplo) o cuyas tareas se desarrollan en la intimidad del hogar ajeno [9] (los enfermeros a domicilio, por ejemplo) que, sin perjuicio de ello, están incluidos en las protecciones laborales generales [10].

Pero aun admitiendo que por esas circunstancias particulares sea necesaria una regulación especial, eso no autoriza a pensar que se puede desproteger del modo en que lo hace la regulación actual. Esas circunstancias particulares justifican –por ejemplo- que exista un régimen de registración muy simplificado, pero no que la jornada de trabajo sea ilimitada.

Porque, hablemos claro, el régimen normativo actual del servicio doméstico no es una regulación especial que da cuenta de circunstancias especiales como lo son el estatuto del futbolista, el del periodista, el de encargados de edificios. El régimen del servicio doméstico es sencillamente injusto. A su lado, el estatuto de los peones rurales y el de los obreros de la construcción parecen la apoteosis misma del estado de bienestar.

La verdadera razón de la desprotección de las empleadas domésticas proviene de nuestros prejuicios patriarcales más antiguos. Las trabajadoras domésticas tienen muchos menos derechos (y en la mayoría de los casos no tienen ninguno) porque sus tareas son la más clara proyección productiva del clásico trabajo reproductivo de las mujeres y, según los paradigmas tradicionales de la sociedad patriarcal, esos trabajos no valen nada.

No es que crea que Aramburu, Rojas y sus tres comandantes se hayan juntado a escribir el estatuto y hayan dicho “vamos a hacer una ley para discriminar a las mujeres”. Creo que en la época en que se dictó el estatuto (época en que las mujeres no tenían derechos civiles) esa discriminación ya venía dada, formaba parte de las premisas indiscutibles del sentido común.

El resultado es el que vimos: un régimen normativo que objetivamente discrimina a la cuarta parte de las mujeres trabajadoras y que afecta especialmente a las mujeres más vulnerables: las pobres y las migrantes. Me parece que a la luz de los nuevos paradigmas de la conciencia política, jurídica y cultural, la situación se ha vuelto inaceptable.

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[1] Bueno es recordar que la patria potestad compartida –y la igualdad jurídica de los cónyuges en todo sentido- ya había sido establecida en la Constitución de 1949, derogada por la dictadura militar de 1955. Vuelta por poco tiempo la democracia en 1973, el Congreso volvió a establecerla, pero la ley fue vetada por la primera presidenta mujer que hubo en la Argentina. Finalmente, fue impuesta a través de la ley 23.234, sancionada durante el gobierno de Alfonsín.
[2]El Indec clasifica las actividades económicas en los siguientes ítems: Actividades primarias; Industria manufacturera; Construcción; Comercio; Hoteles y restaurantes; Transporte, almacenaje y comunicaciones; Serv financieros, inmobiliarios, alquileres y empresariales; Enseñanza; Servicios sociales y de salud; Servicio doméstico; Otros servicios comunitarios, sociales y personales; Otras ramas y Sin especificar
[3]A menos que se indique lo contrario, todos los datos estadísticos volcados en este artículo provienen de la Dirección General de Estudios y Estadísticas Laborales del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación, se basan en la Encuesta Permanente de Hogares (INDEC) correspondiente al cuarto trimestre del año 2004 y pueden consultarse libremente en internet en el sitio del MTEySS.
[4] Aunque, como bien se aclara en “Diagnóstico sobre la situación laboral de las mujeres.
Segundo trimestre de 2005”, elaborado por la Subsecretaría de Programación Técnica y Estudios Laborales del MTEySS , “Si se toma el servicio doméstico en sentido estricto, considerado el tipo de tareas desarrolladas y no ya la distribución por ramas de actividad, el total de ocupadas en estas tareas son mujeres”
[5] Los datos sobre el trabajo en negro volcados en este párrafo surgen de la serie histórica denominada “Empleo no registrado según sexo, grupos de edad, posición en el hogar, nivel de instrucción, ramas de actividad, tamaño del establecimiento, calificación de la tarea y horas trabajadas, excluyendo beneficiarios de planes de empleo” y se basa en los datos de la Encuesta Permanente de Hogares (INDEC) correspondiente al primer trimestre del año 2007. Los datos pueden consultarse libremente en el sitio en internet del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos.
[6] El razonamiento que se sigue me resulta igualmente un poco raro. Puesto en palabras sencillas es más o menos éste: Si trabajan menos de cuatro horas por día o menos de cuatro días por semana, están fuera del estatuto. Si están fuera del estatuto, se aplica el régimen del contrato de locación de servicios regulado en el Código Civil. Si se aplica la regulación civil del contrato de locación de servicios, no tienen derecho a reclamarle nada al patrón si las echa sin motivo. Me parece que la última de esas premisas no justifica la conclusión final. Los artículos 1204, 1637, 1642, 1643 y 1644 del Código Civil –entre otros- dan suficiente sustento normativo como para entender que el patrón que echa a su empleada sin justificación debe indemnizarla por el perjuicio sufrido.
[7] El artículo 1 del decreto 491/97 (1997) incorporó a las empleadas domésticas al régimen de la ley de riesgos del trabajo, pero supeditó dicha incorporación a que la Superintendencia de Riesgos del Trabajo la reglamentase. Doce años después, la reglamentación sigue sin dictarse y las empleadas domésticas siguen sin cobertura.
[8] Para un análisis jurídico profundo de la inconstitucionalidad de la exclusión de las trabajadoras domésticas de la LCT y de muchos aspectos del estatuto especial, remito a la lectura de los excelentes trabajos de Irilo E. C. Carril Campusano “Estatuto del personal de servicio doméstico. Algunas dudas. Algunas Certezas” –ponencia presentada en el Foro Permanente de Institutos de Derecho del Trabajo de los Colegios de Abogados de la Provincia de Buenos Aires, 2009- y de Eduardo E. Curuchet y Diego A. Barreiro “Discriminación y control de constitucionalidad estricto (El caso del trabajo doméstico remunerado)”, publicado en el libro "Derecho del Trabajo y Derechos Humanos" (Luis Enrique Ramirez, Coordinardor) de la editorial BdeF, octubre de 2008 pag. 155 a 196
[9] El caso de los trabajadores que no realizan tareas del servicio doméstico pero prestan sus servicios en hogares particulares da también algunas pistas para pensar. También en este caso el incumplimiento de las normas laborales y previsionales es muy alto (el trabajo en negro alcanza al 79,5%), pero –así y todo- es muy inferior al caso de las empleadas domésticas (el trabajo en negro alcanza al 94,5%).
[10] De todos modos, esa no es la mejor refutación. Entre las muchas que pueden ensayarse –y en las que no me detendré porque este artículo no puede ser eterno- me gusta aquella que cuestiona la ausencia de lucro (el empleador del servicio doméstico gana dinero en el tiempo que ahorra gracias a que la empleada hace las tareas domésticas), porque amenaza con desnudar nuestros prejuicio ninguneadores de las tareas del hogar.

domingo, 22 de agosto de 2010

El problema de las cláusulas constitucionales programáticas

La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio. Hablar del «problema judío» es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones,la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg.
Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también. A Plinio (Historia natural, libro octavo) no le basta observar que los dragones atacan en verano a los elefantes:aventura la hipótesis de que lo hacen para beberles toda la sangre que, como nadie ignora, es muy fría.

J.L. Borges, «Las alarmas del doctor Américo Castro»

La cláusula social de la Constitución.

En mil novecientos cincuenta y seis, una dictadura militar convocó a una convención constituyente para reformar la Constitución Nacional y –entre otras cosas- consagrar los derechos sociales. El hecho parece a primera vista curioso y singular: un gobierno de fuerza preocupado por el texto constitucional que niega con su propia existencia; un gobierno que convoca a elecciones para conformar un poder constituyente, pero no lo hace para la conformación de los poderes constituidos; un gobierno caracterizado por la represión (y el asesinato) de obreros que quiere consagrar los derechos sociales. El hecho puede ser curioso, pero no singular. Nuestra historia institucional está plagada de paradojas similares[1].

A esa curiosa situación institucional debemos la inclusión de los derechos sociales en la Constitución que nos rige y nos protege y que nuestros soldados juran sostener –con subordinación y valor- hasta perder la vida[2].

No me detendré aquí a considerar si los derechos sociales consagrados en la Constitución son muchos o pocos, ni ensayaré una nostálgica e inútil comparación con la Constitución peronista de mil novecientos cuarenta y nueve. Me limitaré a señalar una verdad evidente: a punto de cumplir medio siglo de vigencia, la cláusula social de la Constitución Nacional permanece incumplida en términos casi absolutos. Intentaré también llamar la atención sobre una de las falacias argumentales que la jurisprudencia y la teoría jurídica[3] utilizan para negar la vigencia de la cláusula social: la distinción entre normas operativas y programáticas.

El artículo que no mereció tener siquiera un número.

Una vieja propaganda del Banco Río –anterior a la debacle financiera de dos mil uno- decía que el nombre es “lo más valioso que uno puede tener” y quizás sea cierto; existen pocas cosas tan penosas como designar a una persona como “NN”[4].

Los números pueden también ser nombres, como sucede con las calles de La Plata y con los artículos de la Constitución. Algunos pueden ser muy famosos, como el artículo dieciocho o el catorce; otros casi no son leídos (y mucho menos usados), como el quince; pero todos los artículos de la Constitución tienen un nombre-número. Todos, salvo el que nos ocupa.

La razón es conocida: el retiro de algunos convencionales constituyentes dejó a la Convención del cincuenta y siete sin quórum a poco de haber comenzado las sesiones; por lo que ésta sólo alcanzó a reformar el (entonces) inciso once del artículo sesenta y siete y a incorporar “un artículo nuevo a continuación del catorce”. Desde entonces, a la cláusula social de la Constitución se la conoce sucesiva e indistintamente como “artículo nuevo”, “artículo catorce nuevo” y (sobre todo a partir de que dejaba de ser tan nuevo) “artículo catorce bis”, expresión esta última que fue imponiéndose hasta eliminar a las otras y que de algún modo parece indicar algo así como “artículo catorce suplente”.

Cuando volvió a reformarse la constitución en mil nueve noventa y cuatro (desechada por efímera e ilegítima la enmienda del setenta y dos) un pacto entre Menem y Alfonsín impidió tocar el primer capítulo de la Constitución, lo que –por añadidura- hizo imposible bautizar con algún número a la cláusula social.

Catorce y catorce bis.

Se sabe que los suplentes no tienen la misma suerte que los titulares. Éstos corren, gambetean y hacen suspirar a las tribunas. Los suplentes sólo pueden esperar con paciencia que una lesión fortuita los meta al menos diez minutos en la cancha.

Esa relación de titular–suplente es la que existe entre nuestros artículos catorce y catorce bis. O mejor: entre nuestros artículos catorces, titular y suplente.

El primero es luminoso y claro y escolar. El segundo, apenas una molestia para algunos, un tranquilizador de conciencias para otros; a lo sumo una consigna para algunos inconformistas que –como yo mismo- no son tan revolucionarios como para patear el tablero institucional ni tan adaptados como para conformarse con la libertad de empresa.

Scripta manent.

El verba volant no causa problemas, pero el scripta manent complica. Porque está escrito. Nadie puede dudar o negar que esté escrito. Es un hecho, una verdad absoluta: en esa Biblia laica y civil que llamamos Constitución Nacional hay un artículo que –sin nombre y todo- enumera los derechos sociales.

Para desconocer los demás derechos, por lo general se ha utilizado el tradicional procedimiento del cuartelazo. Éste consiste en que unos señores de uniforme y espada un buen día se autotitulan reserva moral de la patria y en dos minutos liquidan el Congreso y echan al presidente. La chirinada suele ser apoyada por cierta cantidad de civiles y por algunas empresas “a las que les interesa el país” que en otros tiempos auspician programas televisivos.

A partir de allí –encaramados en la cima del poder político- estos señores dictan un Estatuto y declaran urbi et orbe que la Constitución continúa vigente “en todo lo que no se oponga al Estatuto o a los fines y propósitos” del cuartelazo; lo que significa –en la jerga militar- que la Constitución no está vigente para nada.

Recuperada la normalidad institucional, los derechos individuales, civiles y políticos, vuelven a tener vigencia; y si alguien no los cumple, existen varias herramientas para hacerlos valer de modo compulsivo: el amparo, el habeas corpus, etc. O sea que si alguien no lo deja a usted votar o ejercer libremente su culto, o navegar y comerciar (siempre que tenga con qué, claro está), o publicar sus ideas en la prensa sin censura previa; usted se presenta ante un juez, denuncia el problema y el juez toma las medidas del caso.

Nada de esto sucede con los derechos sociales. No es imprescindible el cuartelazo para desconocerlos, aunque ayuda, claro está; pero existen otros modos de negar su existencia incluso en democracia. Si no me cree, haga la prueba: preséntese ante un Juez y pídale que la empresa en la que trabaja lo participe de las ganancias y lo deje controlar la producción y colaborar en la dirección del negocio. Si le dan bolilla, prometo que quemo este papel y me meto a monja.

Repasemos.

Casi nadie recuerda en forma más o menos completa el contenido del artículo catorce bis. Casi todos recordamos aquello de las “condiciones dignas de labor”, la “jornada limitada”, las “vacaciones pagas”; pero qué me dicen de esto: “participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”.

No, no. No fue una revolución al soviético modo la que introdujo esto en la Constitución. No fue producto de constituyentes marxistas leninistas, de barbudos trotskistas o de anarquistas risueños y románticos. Ni siquiera fueron los peronistas, proscriptos y demonizados por demagógicos, los que metieron esto en la Constitución. Los constituyentes del cincuenta y siete eran casi todos radicales, algunos socialistas, algunos demoprogresistas[5]; todos ellos convocados –y de algún modo cobijados- por una dictadura militar sangrientamente antiobrera.

Esos señores respetuosos de las minorías y la propiedad privada establecieron esto. Desde entonces los obreros argentinos tienen derecho a participar en las ganancias de las empresas, a controlar la producción (claro, para que no los embromen) y a colaborar en la dirección del negocio (para asegurarse de que haya ganancias para repartir, para que el empresario no vaya al bombo[6] como habitualmente sucede en un país de empresas quebradas y empresarios millonarios).

El texto es claro y sencillo y no se necesita forzar demasiado la imaginación o el talento para comprenderlo; pero no se cumple ni se hace cumplir.

No se cumple por varias razones económicas y políticas que no es el caso analizar aquí, pero ¿por qué no se hace cumplir de modo compulsivo, como se hace con los derechos enunciados en el artículo 14 titular?

Bueno, supongamos que usted trabaja en una multinacional y no está conforme con su sueldo, sobre todo porque ve que las ganancias de la empresa no paran de aumentar y su sueldo sigue planchado como electrocardiograma de muerto. A usted le parece injusto eso y entonces se presenta ante un juez y le dice:

-Mire, Su Señoría –usted lo trata así porque quiere congraciarse, claro está-, la empresa gana más plata cada año y a mí no me aumentan un peso. Haga algo.

-¿Y qué quiere que haga? –le pregunta el juez-, si la empresa no es mía.

-Jamás se me hubiese ocurrido pedirle que me aumente usted, Su Excelencia –usted se empieza a poner chupamedias, a ver si funciona-, pero yo leí en la Constitución que los trabajadores tenemos derecho a participar en las ganancias de la empresa, a controlar la producción y a colaborar en la dirección. Dígales que me cumplan eso.

Y es cierto, lo que usted dice está perfectamente escrito en la Constitución y ningún juez del mundo le va a decir que no. Para sacarlo carpiendo lo más probable es que el juez use una antigua falacia que inventaron otros jueces y –sobre todo- muchos autores de Derecho. Si es así, el juez lo mirará desde el estrado con suficiencia y algo de conmiseración por su ignorancia y le dirá:

-¿Sabe qué pasa? Esa es una cláusula meramente programática.

Operativas y programáticas.

Así como en la rebelión en la granja de Orwell “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”, parece que en nuestra Constitución todos los artículos son iguales pero algunos se aplican así nomás y otros necesitan muchísimos requisitos adicionales para que puedan aplicarse.

Es decir: algunos de los derechos reconocidos en la Constitución son operativos y se aplican en forma directa. No se necesita nada más. Otros, en cambio, son programáticos y no se aplican en forma directa[7]. Estos últimos se limitan a establecer un horizonte utópico, un lugar al que se quiere llegar pero que todavía no está. Establecen un programa al que deberían ajustarse las leyes, pero no pueden hacerse valer en forma autónoma, directa.

En términos prácticos, es como si no estuviesen escritos[8].

Aunque usted no lo crea, este es el argumento más usado en la jurisprudencia y en la teoría jurídica para retacear el contenido de los derechos sociales y es aceptado sin discutir en forma casi unánime.

Mortales y veniales.

Una de las muchas protestas de los protestantes era la distinción que la Iglesia formulaba y formula entre pecados mortales y pecados veniales. Según esta distinción, la comisión de uno de los del primer tipo basta para la condena infernal, mientras que los del segundo tipo se redimen con un poco de purgatorio y mucha oración.

-¿De dónde surge esa distinción? -se preguntaba Lutero mientras inventaba el arbolito de navidad[9]- si en la Biblia se habla de los pecados a secas, sin calificativos. La Iglesia le contestaba con citas de prestigiosos teólogos y seguramente algún fraile habrá dicho con mucho sentido común que uno no se iba a ir al infierno por una mentirita piadosa.

En materia constitucional la controversia es parecida. Existen algunos pocos modernos revoltosos a quienes esta distinción los subleva (entre ellos se destaca Gargarella). Contra estos imberbes que gritan, una rotunda mayoría de autores tradicionales esgrimen antiguas citas jurisprudenciales, autorizadas opiniones doctrinarias y mucho sentido común, que –como se sabe-, es el sentido que indica que el sol gira alrededor de la tierra inmóvil.

Lo cierto es que no hay en la letra de la Constitución (y, por supuesto, las constituciones no tienen espíritu, como tampoco tienen mente, hígado o corazón) nada que autorice a formular esta distinción.

Dentro de la ley, todo. Fuera de la ley, nada.

Quienes sostienen la validez de esta distinción entre normas operativas y programáticas señalan que las primeras no necesitan una ley reglamentaria; mientras que las segundas sólo pueden aplicarse cuando una ley reglamente de qué modo hacerlo. Juzgan también que esta arbitraria diferenciación es perfectamente lógica y se desprende de la propia naturaleza de cada derecho; a veces, de la propia redacción de la norma constitucional.

Afirman a modo de ejemplo que mientras no hace falta ninguna ley especial para que la gente haga valer su derecho a ejercer libremente su culto, es necesario que una ley especial diga cuánto vale el salario mínimo, vital y móvil.

En definitiva, los derechos operativos se aplican así nomás. Los programáticos, necesitan una ley especial y si nadie dicta la ley especial no se aplican.

No es complicado advertir la falacia de este argumento. Si bien es cierto que el artículo catorce bis comienza diciendo “El trabajo gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador...” (lo que parecería indicar a primera vista que hacen falta leyes), también el artículo catorce titular aclara que los derechos allí enumerados se gozan “conforme las leyes que reglamenten su ejercicio”. O sea que la diferencia no es tal. Por supuesto que las leyes regulan y reglamentan los derechos, pero la ausencia de una ley reglamentaria no impide que el derecho exista y que pueda hacerse valer (justamente por eso hay una Constitución que es superior a la ley). Eso vale tanto para el catorce titular, como para el suplente.

Además, si no hace falta ninguna ley para que pueda hacerse valer el derecho a ejercer libremente el culto, por qué debería haber alguna que reglamente aquello de igual remuneración por igual tarea.

Y, a la inversa, no comprendo cómo puede ejercerse el derecho al voto –que unánimemente se considera operativo- sin leyes que regulen todo el asunto de los padrones, las circunscripciones electorales, la proporcionalidad, las convocatorias, etc.

Acción u omisión.

Otros sostenedores de la distinción, más sagaces, dicen que la diferencia no está dada por la necesidad de ley reglamentaria, sino por exigir una acción o una omisión por parte del Estado.

Afirman que los derechos operativos son aquellos que sólo exigen una omisión del Estado, mientras que los programáticos necesitan una acción positiva del mismo. Esgrimen como ejemplo que para ejercer el derecho de navegar y comerciar basta con que el gobierno no entorpezca el tráfico ni se ande metiendo en donde no lo llaman, mientras que para ejercer el derecho a la vivienda digna se necesita el Plan Federal de Viviendas y esas cosas.

La argumentación mejora, pero no tanto. Algunos derechos tradicionalmente considerados programáticos no requieren ninguna acción particular del Estado. Pensemos en aquello de la “participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. No hace falta ningún Plan Federal de Viviendas para eso.

A la inversa, no me imagino cómo se ejerce el derecho a “enseñar y aprender” –considerado operativo- sin un sistema de educación pública, sin construir y mantener escuelas y sin un Ministerio de Educación más o menos burocrático.

El Estado y los particulares.

Algunos –los menos- de los sostenedores de la distinción dicen que la diferencia fundamental radica en que los derechos operativos se ejercen frente al Estado, mientras que los derechos programáticos se ejercen frente a un tercero particular.

Afirman entonces que los derechos del trabajador son programáticos porque en definitiva obligan al patrón, que es un particular, a hacer o dejar de hacer alguna cosa; mientras que los derechos operativos consisten en que el Estado haga o deje de hacer algo.

Se olvidan –claro- que uno de los dos casos jurisprudenciales (el caso Kot) que inauguraron la acción de amparo constitucional en nuestro país trataba de un derecho constitucional operativo (ejercer industria lícita) al que se lo hizo valer contra un grupo de particulares (oh, casualidad, contra sus obreros que ocupaban el establecimiento)

¿Por qué no podrían entonces considerarse operativos los derechos de los obreros frente a sus patrones?

It’s the economy, stupid.

Finalmente, un grupo de sostenedores de la distinción abandona toda pretensión racionalista y –quizás a causa de tanta debilidad argumental- se refugia en consideraciones del más estricto sentido común económico[10].

Dicen, en definitiva, que el problema de los derechos sociales es que son demasiado caros. Son como lujos que los países pobres no nos podemos dar porque debemos fortalecer a las empresas para que sean motor del desarrollo económico. Por eso hay que reconocerlos a cuenta gotas, a medida que se vaya pudiendo. Por eso, aunque estén escritos en la Constitución no podemos aplicarlos todos juntos así nomás y necesitamos que las leyes vengan a ratificarlos de uno en uno, de vez en vez, despacito y por las piedras.

Son caros, si. Me imagino que deben ser caros. La vivienda digna para todo el mundo, por ejemplo. Pero, ¿qué diríamos si el Gobierno no llama a elecciones porque sale muy caro?
Qué dirían nuestros grandes terratenientes si les dijéramos que el Catastro y el Registro de la Propiedad nos salen muy caros, que mejor se amojonen ellos la tierra y que no podemos andar gastando tanta plata en cuidar que no se la usurpen. Qué, si dijéramos “Mire, la policía nos sale un ojo de la cara”.

La única verdad es la realidad.

Los derechos sociales existen, están escritos –breves, retaceados y sin número, pero están-. Son derechos constitucionales tan vigentes como los civiles y políticos. El problema de las cláusulas constitucionales programáticas es un falso problema, como esos otros falsos problemas que denuncia Borges en el epígrafe de esta nota y cuyo principal demérito es proponer soluciones que son falsas también.

Lo cierto es que el artículo catorce bis nació con un pecado de origen: nadie se lo tomó en serio. Las fuerzas políticas que colaboraron en su sanción estaban más preocupadas por robarle las banderas al peronismo proscripto (para disputar su base social y electoral) que por reconocerle derechos a las clases populares. La dictadura militar que convocó a la reforma, sólo buscaba legitimar su pretendido carácter democrático y libertador, y no pensaba para nada en otorgarles derechos a los obreros que asesinaba en los callejones de José León Suárez.

Por eso, al mismo tiempo en que nacía la cláusula social nacían los argumentos para desactivarla. El principal: la distinción entre normas operativas y programáticas.

Tampoco el peronismo se lo tomó en serio. El movimiento político que –con sus aciertos y errores- consiguió la más espectacular mejora en las condiciones de vida de las clases humildes en toda la historia argentina durante el decenio cuarenta y cinco – cincuenta y cinco, observó la sanción de la cláusula social con desdén e indiferencia, acaso enamorado todavía de la Constitución del cuarenta y nueve.

Vuelto al gobierno en mil novecientos ochenta y nueve, domesticado y travestido, fue vehículo de algunas de las peores regresiones en materia de conquistas sociales que la historia conoce. En mil novecientos noventa y cuatro, un peronismo que había defeccionado y un radicalismo claudicante pactaron la reforma de la Constitución. Les interesaban la reelección y la autonomía de la Capital. No tuvieron problemas en ratificar el catorce bis, pero cuarenta años de argumentos desactivadores lo habían vuelto prácticamente inofensivo.

Ahora que soplan nuevos vientos, que el Congreso comienza a introducir reformas pro-obreras, que la Corte Suprema dicta fallos en el buen sentido, existe por fin el clima propicio para que desde el Derecho discutamos aquellos argumentos desactivadores que nos inmovilizaron durante casi cincuenta años.

A punto de cumplirse medio siglo de vigencia del artículo catorce bis, es hora de que repensemos su profundo sentido transformador y lo saquemos de ese oscuro lugar de suplente, de colección de buenos deseos. Ya sé que mi prosa peleadora, balbuceante y chapucera no es un aporte en ese sentido, pero hay otros que lo dicen en el lenguaje apropiado y por fin, tras los muros, sus sordos ruidos oír se dejan.

Enrique Catani.

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[1] Alcanza con recordar que en mil novecientos ochenta y dos, el gobierno declaró que los habitantes de las Islas Malvinas no tenían de qué preocuparse ya que estaban protegidos por los derechos consagrados en la Constitución Nacional, derechos que eran sistemáticamente negados a los habitantes del continente.
[2] Desde mil novecientos ochenta y tres, se ha hecho obligatoria en los cuarteles la fórmula “-Subordinación y valor –Para defender a la Patria y sostener a la Constitución”.
[3] Evito adrede la expresión “doctrina”, habitual entre hombres de leyes para designar la opinión de los especialistas, por sus reminiscencias medievales y precientíficas que –apelando al principio de autoridad- la vuelven indiscutible.
[4] Mi hermano Juan Pablo, que trabaja en el novecientos once, me informa que en la jerga policial no se dice “ene ene” sino “natalia natalia”, lo que mejora apenas la fórmula.
[5] Los votos en blanco sumaron 2.115.861 votos, o sea el 24,3% de los emitidos. Los radicales balbinistas siguieron muy cerca con 2.106.524, el 24,2%, y los radicales frondizistas obtuvieron 1.847.603, el 21,2%.
[6] La expresión “ir al bombo” es bien argentina y tiene su origen en las guerras federales del siglo diecinueve. El bombo legüero (que, como su nombre indica, se escuchaba a varias leguas de distancia) se usaba para concentrar, reagrupar y reorganizar a las tropas que, vencidas, habían huido en desbandada. El gaucho que se había retirado del combate en cualquier dirección “iba al bombo” para reagruparse.
[7] Escuchemos como explica la distinción Mariano Tissembaum en el primer tomo del Tratado de Derecho del Trabajo dirigido por Deveali (págs. 344-345): “El imperio de las normas constitucionales deriva, en cuanto a su inmediatez, de las características con que se redacte la disposición consiguiente. En ese sentido, hay disposiciones constitucionales de tipo programático que sólo enuncian aspiraciones, propósitos y orientaciones de carácter general o afirmaciones de naturaleza sociológico- política, y algunas de contenido filosófico, teórico o dogmático. Lógicamente, para que estas enunciaciones adquieran imperio requieren la sanción de leyes que, inspiradas en las citadas declaraciones de tipo programático, las concreten en normas positivas que fijen en modo preciso y debidamente articulado el ordenamiento consiguiente. En cambio, existen normas constitucionales que determinan en modo imperativo el precepto, por la redacción consiguiente del texto, y son de aplicación automática, sin necesidad de leyes posteriores, pero que pueden dictarse para reglamentar su ejercicio, tal como lo preceptúa la Constitución Argentina en el art. 14. (...) La constitución Argentina, con la última reforma de 1957, y que hemos analizado precedentemente en relación a las disposiciones de índole laboral y social, contiene en general, normas de tipo programático que requieren –para su aplicación- su desarrollo legislativo”
Veamos ahora la explicación de un constitucionalista (Quiroga Lavié “Introducción al Derecho Constitucional” págs. 71-72): “Conforme a su condicionalidad, las normas constitucionales pueden ser operativas o programáticas. Las operativas son aquellas que no precisan ser reglamentadas ni condicionadas por otro acto normativo para ser aplicables; tal es el caso de los derechos individuales (...). Normas programáticas son las que tienen sujeta su eficacia a la condición de ser reglamentadas. Ello ocurre, particularmente, cuando el ejercicio del derecho implica una pretensión a la conducta de un tercero; tal es el caso de los derechos del trabajador, que según el art. 14 bis CN, quedan sujetos a la protección de las leyes”.
Elijo estos dos autores porque son los que tengo más a mano en la biblioteca, pero en casi todos los manuales de Derecho Constitucional o Laboral pueden encontrarse explicaciones similares.
[8] En realidad tampoco es tan así. Aunque se los considere un mero programa constitucional, incluso esa calidad también tiene (o debería tener) contenido normativo y obliga a las normas de jerarquía inferior. Como explica mejor Cornaglia “En 1957, la reforma de la Constitución Nacional ordenó el dictado de las leyes predeterminando un único sentido con la protección del trabajo en sus diversas formas y les fija un programa para operativizar los derechos que consagra. Y determina que las leyes, servirán para asegurar esos derechos. (...) Existe desde entonces una norma proyectiva (norma de normas), que impide el desasegurar esos mismos derechos. Lo que implica una orden que impide la derogación e incluso la rebaja de sus protecciones alcanzadas” Cornaglia, Ricardo, Reforma Laboral. Análisis Crítico. Pág. 313.
[9] Como se sabe, otra de las protestas de los protestantes era el culto de las imágenes, lo que hizo que Lutero condenara el pesebre... y tuviera que decorar el árbol que estaba en la entrada de su Catedral para que los feligreses no extrañaran tanto.
[10] El “sentido común”, tan elogiado en nuestros días, ha sido siempre una colección de argumentos inmovilizantes, de los que impiden pensar. Básteme recordar que hubo quienes refutaban a Galileo con el siguiente razonamiento de impecable sentido común: Los ancianos se marean con el movimiento de un carro. Si la tierra estuviese en movimiento, los ancianos vivirían mareados. Ergo, la tierra está inmóvil.